Llevaba ya un tiempo queriendo escribir sobre los vampiros pero es que me fui a documentar (entiéndase por documentar poner “vampiros” en Google y terminar leyendo la Wikipedia), y al final perdí el hilo con tanto dato, y tanto Nosferatu y toda la pesca. Así que nada. Voy a hablar de lo que yo pienso y yo sé sobre los vampiros, y si hay errores, imprecisiones o incluso faltas de ortografía (lo cual no sería únicamente culpa mía, ciertamente, sino también del corrector ortográfico del Word) pues me perdonáis, que para eso estamos entre amigos.
Los vampiros. Los vampiros son, de entre todas las posibles criaturas maléficas y de ultratumba, sin duda alguna los más glamurosos y elegantes. ¿Hay vampiros feos? Si los hay nadie habla de ellos. No hay más que pensar en la gran película Entrevista Con El Vampiro, basada en la novela homónima de Anne Rice, que reunía a tres (cuatro, si a alguien le gusta Christian Slater, como es mi caso) de los hombres más deseados de todos los tiempos. El mismo Gary Oldman, en Drácula, le daba cien mil vueltas al tibio de Keanu Reeves. Por no hablar de Ángel o de Spike (mi preferido), en Buffy Cazavampiros. Pues eso. Partimos entonces de la base de que no hay vampiros feos. Son todos atractivos y seductores.
Y claro, esto tiene toda la lógica. Porque, en muchas ocasiones, los vampiros tienen que camelarse a sus víctimas potenciales para que les inviten formalmente a entrar en sus habitaciones. Todo el rollo este del vampiro seductor es muy evidente, por ejemplo, en la peli de Coppola, a la que me he referido antes. Y es que, el universo vampírico se caracteriza por su voluptuosidad. Todo el proceso de alimentación de un vampiro va acompañado en ocasiones de un verdadero ritual, lleno de sensualidad. La inefable atracción de lo prohibido, lo misterioso. De lo diabólico incluso. Eso de que a las tías les van los malotes no se dice por decir.
Además, los vampiros suelen tener una especie de poder de persuasión o, más bien, de telepatía de recibir, pero también de emitir, con la que ponen en la mente de las personas con las que se relacionan aquello que quieren que hagan. Es como cuando escuchas en tu cabeza cosas como “debería estar estudiando, y no cotilleando el Tuenti…”. Sólo que la secuela de seguir el consejo de esa voz interior suele ser más desastrosa que beneficiosa.
Otra de las cosas que explica también que los vampiros sean siempre guapos es que no envejecen nunca: conservan para siempre el aspecto que se corresponde con la edad a la que fueron creados. Y los vampiros, elitistas como son, no se dedican a ir por ahí contagiando a gente ni vieja ni fea. En ocasiones se les va la mano y contagian a niños, y esto generalmente deriva en conflictos interiores de lo más desagradables para el pobre niño-vampiro. Su desarrollo físico y su desarrollo intelectual se descompensan. Como yo, que me quedé en un estadio mental anterior a mis 24 primaveras, pero al revés. Ejemplos de estos hay a porrillo. Kirsten Dunst, antes de ser la novia petarda de Spiderman fue una niña-vampira enamorada más que platónicamente de Brad Pitt. En esa soberbia serie de libros infantiles, El Pequeño Vampiro, de Angela Sommer-Bodenburg, la pobre Anna tenía que convivir con su cuerpecito de niña pequeña, siendo la más madura de todos sus hermanos, y vivir enamorada de Anton, sabiendo que él crecería, e incluso moriría, y ella seguiría siendo, por siempre, una cría chica.
Precisamente, parecida en parte pero muy distinta a los libros de El Pequeño Vampiro, es la novela que estoy leyendo ahora. En Déjame Entrar también hay dos niños, una de ellas vampira. Pero las consecuencias de la diferencia entre su edad mental y su edad física son algo más desasosegantes que en los tiernos libros infantiles a los que antes me he referido.
La novela impacta desde el principio. Desde la contraportada, sin advertencia previa, nos golpea directamente en el sistema límbico la fotografía de su autor, John Ajvide Lindqvist, un sueco no sabemos si perturbado pero, en cualquier caso, perturbador. Uno ya empieza la lectura acongojado. Por no decir otra cosa.
Con todo, de esta novela me quedo sin duda con la descripción de lo que siente una persona en el tránsito de vivo a no-muerto y, en concreto, con el descubrimiento de la sangre:
“[…] Se llevó inmediatamente el dedo a la boca para chuparse la sangre. Unamancha cálida, saludable y sabrosa se extendió desde el punto en que la yema desu dedo entró en contacto con la lengua, propagándose. Chupó con más fuerza. Suboca se llenó de una concentración de todos los sabores buenos.[…]”
Una concentración de todos los sabores buenos, ¿os imagináis?
Más de la misma tipa en Pero qué broma es ésta?